LA NOCHE ROBADA POR LA CIUDAD
Por Federico de Arteaga Vidiella – Red Iberoamericana de Destinos Turísticos Inteligentes Presidente

Federico de Arteaga Vidiella – Tequila Inteligente Head of the project
Las ciudades modernas han transformado radicalmente la noche. Lo que durante milenios fue un oscuro manto de estrellas, luna y silencio se ha convertido en un escenario luminoso, ruidoso y siempre activo. Esta transformación —la expansión de la luz nocturna artificial, la contaminación lumínica urbana— no es meramente estética o cultural: tiene profundas consecuencias ecológicas, fisiológicas y sociales. En su «Manifiesto por la Oscuridad», Johan Eklöf advierte que «la luz artificial no es solo una forma de contaminación, sino un arma invisible que transforma la ecología nocturna del planeta.» Pero estas consecuencias no se limitan a otras especies: también pagamos el precio.
El fenómeno de la contaminación lumínica, el resplandor constante causado por farolas, señales, ventanas, coches y luces urbanas, ha crecido exponencialmente. Según Eklöf, cada año las noches se vuelven «un poco menos nocturnas»; muchas personas en las zonas urbanas nunca ven la Vía Láctea y apenas pueden distinguir un puñado de estrellas. Lo que algunos consideran conveniencia, para el planeta, representa una desnaturalización radical del ciclo día-noche. El escritor Antonio Muñoz Molina (2025) lo expresa con contundencia: «Una noche abolida es tan calamidad como un bosque talado.»
Pero esta alteración no es un mero cambio visual. La noche natural, con su oscuridad, ha sido una parte esencial de la evolución de innumerables especies. Las luces artificiales permanentes y mal dirigidas alteran los ritmos naturales de luz y oscuridad, con efectos que van desde el nivel celular hasta ecosistemas enteros.
Uno de los puntos centrales que destaca Eklöf es la alteración del reloj biológico humano. En condiciones naturales, los ciclos día-noche regulan funciones como la producción hormonal, el sueño, la reparación corporal y la regulación del sistema inmunitario. Con el exceso de luz nocturna, este ritmo se rompe. Eklöf advierte que «la luz excesiva puede afectar a nuestras hormonas, peso y salud mental» y que la oscuridad no es un lujo, sino una necesidad ecológica y biológica.
En particular, la producción de melatonina se inhibe por la exposición continua a la luz nocturna. El escritor Henry David Thoreau, en el siglo XIX, percibió esta conexión vital entre la noche y el bienestar profundo: «La noche está más viva y está más coloreada que el día.» Su observación no era solo estética sino filosófica: la noche como fuente de introspección, de pausa, de naturaleza íntima.
Se ha documentado que la luz blanca, como la de muchos LEDs urbanos, tiene un efecto más fuerte sobre los mecanismos biológicos que regulan los ritmos circadianos. Así, las ciudades, con su resplandor constante, alteran no solo la visión de la noche sino también nuestra biología interna, socavando uno de los pilares de la sostenibilidad: el bienestar humano.
Eklöf enfatiza que la contaminación lumínica altera los ciclos naturales de innumerables especies: insectos, aves, murciélagos, plantas. Entre los efectos observados en entornos urbanos se encuentran alteraciones en los ciclos de actividad de especies nocturnas, cambios significativos en las comunidades de insectos, que son clave para procesos como la polinización y el reciclaje de nutrientes, interrupciones en los ciclos reproductivos y migratorios de diversas especies, y un desequilibrio general del ecosistema que compromete la resiliencia del entorno urbano ante los cambios ambientales. Esto representa una pérdida real: una ciudad que pierde biodiversidad, que interrumpe funciones básicas del ecosistema y que se vuelve hostil a la vida no puede sostenerse ni regenerarse con el tiempo. Es una ciudad que debe mucho a su entorno.
Más allá de lo físico y biológico, la pérdida de la noche natural implica una ruptura cultural. Eklöf enfatiza que la oscuridad ha formado parte históricamente de nuestras narrativas. Además, las ciudades que nunca duermen, con iluminación constante y actividad continua, refuerzan una lógica de productividad ininterrumpida. Pero la noche también forma parte de la estabilidad: descanso, silencio, espacio para la introspección.
«Cuando pasa la noche, también lo hace la posibilidad de soñar despierto», escribió Octavio Paz, evocando esa dimensión simbólica y creativa que también se pierde con la desaparición de la oscuridad. Una ciudad que margina la noche también margina el equilibrio emocional y mental de sus habitantes.
La noche no es una ausencia de productividad y negocios, es un componente vital de la vida humana, animal y vegetal. Por ejemplo, las plantas que realizan la fotosíntesis nocturna pertenecen al grupo CAM (Metabolismo del Ácido Crassulaceo). Estas plantas están adaptadas a ambientes áridos y conservan agua abriendo sus estomas por la noche, cuando capturan dióxido de carbono y lo almacenan en forma de ácidos. Durante el día, con sus estomas cerrados, utilizan ese CO₂ para realizar la fotosíntesis. Este mecanismo les permite sobrevivir con muy poca agua, lo que las hace ideales para ciudades con climas secos o políticas de ahorro de agua. Algunas plantas CAM incluyen cactus, aloe vera, agave, orquídeas y suculentas.
La contaminación lumínica debilita la salud humana, degrada los ecosistemas, destruye la biodiversidad e interfiere con los ritmos naturales. Como advierte Eklöf, cada noche iluminada innecesariamente es una pérdida de salud, equilibrio y futuro.
Si queremos ciudades saludables, debemos devolver la noche a su lugar y escuchar a Van Gogh:
«Mira el cielo. No es oscuro, ni negro, ni carente de carácter. El negro, de hecho, es de un azul profundo. Y allí, un azul más claro… Y soplando a través de ese azul y esa oscuridad, el viento arremolina en el aire y luego, brillante, ardiente, estallando… ¡Las estrellas! ¿Ves cómo rugen con luz? Dondequiera que miremos, la compleja magia de la naturaleza arde ante nuestros ojos.»