Palabras para una ciudad
Publicado por SieteLisboas. Texto escrito por el premio Nobel, José Saramago.
Tiempos hubo en que Lisboa no tenía ese nombre. La llamaban Olisipo cuando llegaron los romanos, Olissiboná cuando la tomaron los moros, aunque acabó siendo Aschbonna, tal vez porque no supieran pronunciar la bárbara palabra. Cuando, en 1147, después de un cerco de tres meses, los moros fueron vencidos, el nombre de la ciudad no cambió de una hora para otra: si aquél que iba a ser nuestro primer rey le mandó una carta a la familia anunciando la gesta, escribiría con toda probabilidad en el encabezamiento Aschbouna, 24 de octubre, o Olissibona, pero nunca Lisboa.
¿Cuándo comenzó Lisboa a ser Lisboa de hecho y de derecho? Por lo menos tuvieron que pasar algunos años antes de que naciera el nuevo nombre, así como para que los conquistadores gallegos comenzaran a ser portugueses… Estas minucias históricas interesan poco, podría decirse, aunque a mí me interesaría mucho, no solo saber, sino ver, en el exacto sentido de la palabra, como ha venido cambiando Lisboa desde aquellos días. Si entonces existiera el cine, si los viejos cronistas fueran operadores de cámara, si las mil y una transformaciones por las que pasó Lisboa a lo largo de los siglos hubieran sido registradas, podríamos ver a esa Lisboa de ocho siglos crecer y moverse como un ser vivo, como esas flores que nos muestra la televisión, abriéndose en pocos segundos desde el capullo todavía cerrado hasta el esplendor final de las formas y los colores. Creo que amaría a esa Lisboa por encima de todas las cosas.
Físicamente habitamos un espacio, pero, sentimentalmente, somos habitados por una memoria.
Memoria de un espacio y de un tiempo, memoria en cuyo interior vivimos, como una isla entre dos mares: a uno le llamamos pasado, a otro le llamamos futuro. Podemos navegar en el mar del pasado próximo gracias a la memoria personal que retuvo el recuerdo de sus rutas, pero para navegar en el mar del pasado remoto tendremos que usar las memorias acumuladas en el tiempo, las memorias de un espacio continuamente en transformación, tan huidizo como el propio tiempo. Esa película de Lisboa, comprimiendo el tiempo y expandiendo el espacio, sería la memoria perfecta de la ciudad.
Lo que sabemos de los lugares es lo que compartimos con ellos durante un cierto tiempo en el espacio que son. El lugar esta ahí, la persona aparece, luego la persona se va, el lugar continúa, el lugar hace a la persona, la persona transforma el lugar. Cuando tuve que recrear el espacio y el tiempo de la Lisboa donde Ricardo Reis vivió su último año, sabía de antemano que no iban a ser coincidentes las dos nociones de tiempo y de lugar: la del adolescente tímido que fui, encerrado en mi condición social, y la del poeta lúcido y genial que frecuentaba las más altas regiones del espíritu. Mi Lisboa fue siempre la de los barrios pobres, y cuando, mucho más tarde, las circunstancias me llevaron a otros ambientes, la memoria que preferí guardar fue la de la Lisboa de mis primeros años, la Lisboa de gente de poco tener y mucho sentir, todavía rural en sus costumbres y en la comprensión del mundo.
Tal vez no es posible hablar de una ciudad sin citar unas cuantas fechas notables de su existencia histórica. Aquí, refiriéndonos a Lisboa, se mencionó una sola, la de su comienzo portugués: no será particularmente grave el pecado de glorificación… Lo sería, si cede a esa especie de exaltación patriótica que, a falta de enemigos reales sobre los que hacer caer su supuesto poder, procura los estímulos fáciles de la evocación retórica. Las retóricas conmemorativas, no siendo forzosamente un mal, conllevan un sentimiento de autocomplacencia que induce a confundir las palabras con los actos, cuando no las coloca en el lugar que solo a éstos les compete. En aquél día de octubre, el entonces recién iniciado Portugal dio un gran paso hacia adelante, y tan firme fue que Lisboa no volvió a ser perdida. Pero no nos permitamos la napoleónica vanidad de exclamar: “Desde lo alto de aquel castillo ochocientos años nos contemplan” y aplaudirnos luego unos a otros por haber durado tanto…
Pensemos mejor que de la sangre derramada en un lado y otro está hecha la sangre que llevamos en las venas, nosotros, los herederos de esta ciudad, hijos de cristianos y de moros, de negros y de judíos, de hindúes y de amarillos, en fin, de todas las razas y credos que se dicen buenos, de todos los credos y razas que llamamos malos. Dejemos en la irónica paz de los túmulos esas mentes desorientadas que, en un pasado no distante, inventaron para los portugueses un “día de la raza” y reivindiquemos el magnífico mestizaje, no solo de sangres, también y sobre todo de culturas, que fundó Portugal y hasta ahora le ha hecho durar. Lisboa se ha transformado en los últimos años, ha sido capaz de despertar en la conciencia de sus ciudadanos fuerzas renovadas para salir del marasmo en que había caído. En nombre de la modernización se levantaron muros de hormigón sobre piedras antiguas, se transformaron los perfiles de las colinas, se alteraron los panoramas, se modificaron los ángulos de visión. Pero el espíritu de Lisboa sobrevive, es el espíritu que hace eternas las ciudades. Arrebatado por aquel loco amor y aquel divino entusiasmo que habita en los poetas, Camões escribió un día, hablando de Lisboa, “…ciudad que fácilmente de las otras es princesa”. Perdonémosle la exageración.
Basta que Lisboa sea simplemente lo que debe ser: culta, moderna, limpia, organizada – sin perder su alma. Y si todas estas bondades acaban haciendo de ella una reina, pues que lo sea. En la república que somos serán bienvenidas reinas así.