La experiencia de la ciudadanía con las videocámaras en Montevideo, Uruguay.
¿Cómo está percibiendo la ciudadanía la proliferación de video-cámaras? ¿Como un aporte a la seguridad o como un instrumento de control?
En los últimos años los habitantes de Montevideo hemos visto multiplicarse exponencialmente el número de cámaras de seguridad, tanto a nivel público como privado, como respuesta a un significativo incremento de las tasas de delitos y de la violencia con que se cometen.
Las encuestas de opinión pública marcan por unanimidad que la principal preocupación de la población es la seguridad ciudadana, o al menos así era hasta el 13 de marzo, día en que comenzó el estado de emergencia debido a la pandemia. Los analistas políticos aseguran que el problema de la seguridad fue uno de los factores clave que definieron la elección presidencial en 2019.
En tal contexto social, para la amplia mayoría de los ciudadanos las cámaras de seguridad son aceptadas, bienvenidas y demandadas. Las cámaras no representan un problema, pero muchas veces sí su ausencia, porque funcionan como elemento de disuasión, al menos hasta cierto punto.
Las voces que públicamente las denunciaban como instrumentos de vigilancia policial al servicio del control social se han silenciado casi por completo. Ya casi no se escuchan, al menos a nivel público, las conocidas evocaciones del Big Brother is watching you. Probablemente tales inquietudes han sido desplazadas al uso de la información que hacen las grandes empresas que dominan la web global.
¿Qué rol le ve al espacio público en la ciudad?
Creo que los problemas de seguridad, junto con el impresionante desarrollo de las redes sociales y el acceso de toda la población a los Smartphones, han contribuido en gran medida a un cambio muy visible en el uso y la función de muchos espacios públicos. Han dejado de ser, con variantes y matices, lugares antropológicos de fuerte referencia histórica, simbólica e identitaria, de pertenencia y construcción de subjetividad, para tender a convertirse en meros espacios de tránsito, anónimos, de pura individualidad desvinculada. Con esto me refiero a lo que el antropólogo Marc Augé definió como no lugares, un fenómeno característico de lo que él llama sobremodernidad. Los no lugares típicos serían, por ejemplo, las carreteras, las estaciones de bus, metro, tren, los aeropuertos, los centros comerciales, etc. Lo que antes fue un lugar antropológicamente significativo puede llegar a convertirse en un mero espacio, en un no lugar, y viceversa.
Marc Augé desarrolló esta teoría a principios de los años noventa, es decir, antes de la revolución tecnológica informática y de las telecomunicaciones, lo cual nos abre a la necesidad de incluir en la reflexión las formas virtuales del espacio y de la construcción de lugares antropológicos. Habría que preguntar a los antropólogos cómo lo están pensando ahora.
Como psicólogo podría decir varias cosas a propósito de estos cambios culturales y sus efectos subjetivos, pero mencionaré solo una. Esta nueva realidad ha traído aparejado un cambio en la forma de crianza y de socialización de las nuevas generaciones, un cambio no precisamente positivo. Porque ha determinado que los niños y niñas hayan perdido en buena medida los lugares de socialización con sus pares, como había antes, me refiero a lugares de socialización sin supervisión de adultos, vereda, plazas, clubes, parques etc. Salen a la calle por primera vez sin vigilancia de adultos cada vez con más edad. Antes salíamos solos a los 6 o 7 años, luego fue a los 10 u 11, y ahora el promedio es cercano a los 13 años, a veces más, dependiendo de los lugares. Niños y adolescentes encerrados, hiperconectados, supervigilados por sus padres, consentidos, que crecen casi sin oportunidades de construir vínculos no supervisados por adultos, de manejar diferencias y hacer acuerdos con sus pares, jóvenes hipersensibles que se molestan y ofenden con suma facilidad y que suelen no estar bien preparados para el manejo emocional que la vida adulta en sociedad requiere.
¿Cuáles serían los factores clave para la convivencia en una ciudad?
Simplificando mucho y sin conocer lo suficiente el tema, diría que los más importante serían la cultura de la cooperación para resolver problemas, la posibilidad de que cualquier persona o grupo tenga canales de participación y de hacer escuchar su voz, la posibilidad de construir una cultura del respeto por el otro y de desarrollar códigos de convivencia que se vayan consensuando en la práctica. Pienso que es clave que haya posibilidades operatorias reales de construir lugares de pertenencia, identidad y reconocimiento, y que a la vez se respeten las particularidades individuales. Debe haber un equilibrio entre la identidad grupal, la pertenencia necesaria, y las individualidades y disidencias.
Diego Nin Pratt.
Licenciado en Psicología. Psicoanalista. Vive y trabaja en Montevideo. Ha trabajado en instituciones educativas y en programas de rehabilitación de adicciones. Fue docente universitario. Actualmente se dedica exclusivamente a la práctica clínica.